El D铆a que el Mundo se Parti贸
El silencio no fue inmediato. Primero vino el temblor. Una vibraci贸n sutil, casi imperceptible, que se extendi贸 por los canales de Pangea como un susurro entre las aguas. Las plantas comenzaron a cerrar sus p茅talos sin que anocheciera. Los animales se ocultaron sin que hubiera cazadores. Las piedras, incluso las piedras, parec铆an respirar. Algo se avecinaba. Algo que la tierra misma no lograba contener una explicaci贸n creada por el mismo ser humano absorbida por el hambre de poder una guerra sin precedentes
Durante siglos, las tensiones dentro del Reino de Pangea crecieron como ra铆ces de podredumbre invisibles. La energ铆a, anta帽o equilibrada, hab铆a sido manipulada, amplificada, forzada. Los cristales de resonancia que sosten铆an la armon铆a del continente comenzaron a distorsionar la vibraci贸n planetaria. Y un d铆a, simplemente, ya no se pudo sostener m谩s.
Ese fue el verdadero Big Bang.
No fue el origen del universo como se nos ha ense帽ado. No fue una explosi贸n c贸smica desde la nada. Fue un estruendo tan descomunal, tan absoluto, que cambi贸 la historia de la Tierra para siempre. No fue causado por una estrella, sino por una guerra. Una guerra no nuclear, pero s铆 de una magnitud que hoy no logramos comprender: una guerra de frecuencias, de resonancias disonantes liberadas a trav茅s de obeliscos y nodos energ茅ticos, que colapsaron el equilibrio electromagn茅tico de todo el planeta.
Las placas tect贸nicas no se movieron por azar geol贸gico. Fueron empujadas por el impacto vibracional de aquella cat谩strofe. Las ciudades enteras desaparecieron, tragadas por grietas que se abr铆an bajo los pies. Los mares internos —como el m铆tico Tethys— colapsaron hacia los bordes del continente, generando olas tan gigantescas que sobrepasaron cadenas monta帽osas. Este no fue un diluvio provocado por lluvia celestial. Fueron los mares invadiendo la tierra, rompiendo los canales, arrastrando ciudades enteras, borrando los jardines vibracionales, arrancando de ra铆z todo lo que antes hab铆a sido armon铆a.
Y entonces vino la bruma.
Una neblina espesa, 谩cida, densa, cubri贸 el mundo durante a帽os. Como una noche que no terminaba. Se ha comparado este periodo con el Carbon铆fero, una era prehist贸rica en la que la atm贸sfera estaba cargada de gases, donde el ox铆geno y el di贸xido se desequilibraban, y la vida sobreviv铆a en condiciones extremas. Pero lo que vivimos entonces no fue una era natural. Fue una consecuencia directa del colapso. Las estructuras energ茅ticas que proteg铆an al planeta se rompieron. El cielo se ennegreci贸. La temperatura baj贸. La fotos铆ntesis se detuvo. La Tierra, como una madre herida, entr贸 en coma.
Las memorias de este cataclismo fueron codificadas en los textos m谩s antiguos que a煤n sobreviven. El Diluvio Universal, presente en mitolog铆as de todas las civilizaciones —sumeria, hebrea, hind煤, china, olmeca—, no fue un mito simb贸lico. Fue un eco narrativo de ese gran desastre. Ziusudra, No茅, Utnapishtim, todos sobrevivientes de un mismo evento narrado con distintos nombres. Todos advertidos por “dioses”, o sabios, que conoc铆an el desequilibrio venidero. Todos resguardados en estructuras flotantes —no necesariamente barcos— que podr铆an haber sido refugios energ茅ticos, c谩psulas de contenci贸n o veh铆culos dimensionales.
Incluso la Tor谩 y el Antiguo Testamento nos hablan de una “ira de Dios” que cubri贸 la tierra. Pero si eliminamos la interpretaci贸n religiosa, lo que queda es una descripci贸n clara de un cataclismo global: el mar entrando a la tierra, las fuentes del abismo abri茅ndose, la oscuridad cubriendo el cielo por meses, la humanidad reducida a escombros.
Las zonas costeras de aquel continente unificado fueron las m谩s afectadas. Las grandes ciudades construidas alrededor del Mar Salado Central —la joya del Reino de Pangea— desaparecieron en cuesti贸n de d铆as. Las monta帽as surgieron no como creaci贸n divina, sino como resultado del empuje brutal entre placas liberadas. El paisaje del mundo cambi贸. Los mapas fueron borrados. La geograf铆a fue reescrita por la furia desatada del propio ser humano.
Los sobrevivientes se refugiaron donde pudieron. Algunos fueron absorbidos por la tierra. Otros se escondieron en monta帽as altas. Otros, los m谩s sabios, cruzaron portales. Y otros, los m谩s simples, los m谩s puros, aquellos que a煤n estaban en comuni贸n con la naturaleza, simplemente fueron olvidados. Tribus que hoy consideramos primitivas quiz谩s fueron preservadas por dise帽o. Grupos como los sentineleses, los abor铆genes australianos, los pigmeos africanos, no son rezagos del pasado: son guardianes del c贸digo original.
La geopol铆tica, como hoy la conocemos, naci贸 despu茅s de esta ruptura. Las divisiones culturales, ling眉铆sticas y espirituales que fragmentaron a la humanidad son reflejo de aquella fractura continental. Ya no vivimos sobre un mismo cuerpo. Vivimos sobre sus trozos rotos, intentando reconstruir una memoria que no entendemos. Y aun as铆, los s铆mbolos siguen ah铆: la serpiente rodeando el mundo, el ojo central perdido, los obeliscos solitarios en lugares donde no deber铆an estar, las leyendas que insisten en un mundo anterior.
No fue el fin del mundo. Fue el fin del recuerdo.
Y as铆, el d铆a que el mundo se parti贸 qued贸 oculto tras la neblina del tiempo. Solo quedan sus ecos: en el ADN, en los textos sagrados, en las piedras que nadie logra explicar, en los sue帽os que todos alguna vez hemos tenido: de una tierra unificada, de una armon铆a perdida, de una tragedia c贸smica que cambi贸 para siempre el destino de la humanidad.
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