Los Hijos de la Bruma
Cuando todo se había oscurecido.
Cuando la tierra ya no recordaba su forma.
Cuando las aguas habían reclamado lo que antes era firmeza y las estrellas ya no marcaban caminos...
quedaron ellos.
No fueron los más fuertes.
Ni los más sabios.
Ni los que dominaron la guerra ni el canto.
Fueron los más simples, los más puros, los más silenciosos.
A ellos se les llamó los Hijos de la Bruma.
Nacidos de la niebla que cubrió el mundo tras la gran ruptura, fueron los portadores de un conocimiento que no se leía ni se escribía, sino que vibraba en la sangre. Mientras los grandes sabios de Pangea eran tragados por el mar o ascendían a otros planos, algunos pocos humanos —aislados, olvidados, ignorados— sobrevivieron no por poder, sino por destino. Porque alguien o algo comprendió que, cuando el mundo se partiera, solo aquellos desvinculados del sistema podrían volver a comenzar.
Fueron llevados —o guiados— a una región geográfica sellada, oculta por montañas de resonancia y niebla densa. Un valle cerrado, autosuficiente, fértil, protegido de la contaminación vibracional del resto del mundo. Allí, entre ríos puros y árboles eternos, el conocimiento más antiguo fue sembrado en la carne y no en el papel.
Ese lugar fue llamado, mucho después, el Jardín del Edén.
Pero no era un jardín como lo pinta la religión: no había serpientes parlantes ni árboles mágicos. Había sabiduría contenida en la forma misma de la naturaleza. Era un espacio de vibración intacta, donde el alma podía escuchar aún el canto de la serpiente cósmica. Allí, los Hijos de la Bruma aprendieron que el conocimiento no debía almacenarse fuera, sino dentro. Por eso, sus pieles fueron marcadas. Cada tribu portaba tatuajes sagrados, símbolos geométricos codificados, heredados de los últimos sabios de Pangea. Tatuajes no de guerra, sino de activación. Eran bibliotecas vivientes, códigos caminantes, mapas de memoria que sobrevivieron al cataclismo.
Estos símbolos, olvidados por el resto del mundo, aún aparecen entre los pueblos considerados “primitivos”. En la piel de los aborígenes australianos, en los tejidos de los pueblos amazónicos, en las rocas sagradas de los navajos, en los trajes de ceremonia de los dogones africanos. No es coincidencia. Es herencia.
Los Hijos de la Bruma no construyeron ciudades ni templos. Construyeron memoria genética. Mientras los reinos del nuevo mundo nacían entre violencia, ellos protegían las frecuencias más puras. Mientras los imperios luchaban por dioses y tierras, ellos danzaban bajo estrellas olvidadas. Mientras la historia se escribía con sangre, ellos cuidaban el silencio.
Y cuando el tiempo maduró, y las aguas retrocedieron, y los vientos dejaron de llorar, fueron ellos quienes comenzaron a salir de su aislamiento. No con armas, sino con cantos. No con fuego, sino con semillas. No con libros, sino con símbolos en la piel y visiones en los ojos. Ellos caminaron por el nuevo mundo sin ser vistos, dejando rastros que los futuros pueblos transformarían en leyendas. Hombres que hablaban con animales. Mujeres que sanaban con solo tocar. Tribales que conocían las estrellas sin telescopios.
El mundo moderno los llamó mito.
Pero fueron origen.
Muchos regresaron a su aislamiento. Otros permanecen ocultos. Algunos aún caminan entre nosotros, confundidos con mendigos, sabios errantes o locos. Porque el recuerdo duele cuando nadie más lo comparte. Pero su misión no terminó. Ellos existen por una razón: ser el eco que nos guíe de regreso si todo vuelve a arder.
Porque lo hará.
Y cuando ocurra, no serán los más ricos, ni los más armados, ni los más tecnológicos quienes restauren la vida.
Serán los Hijos de la Bruma, quienes aún recuerdan cómo hablar con la tierra…
y cómo escucharla.
Y aquí...
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