1. El Olvido del Primer Mundo
Nos enseñaron que la historia comenzó en las cavernas, con piedras talladas, fuego robado al rayo y una humanidad arrodillada ante las fuerzas de la naturaleza. Se nos repitió, como si fuera una oración infalible, que todo lo que somos fue construido apenas hace unos pocos miles de años, y que más allá de eso no existió más que silencio, oscuridad y evolución biológica. Nos hablaron de Mesopotamia, Egipto, Sumeria, como los padres fundadores de la civilización, ignorando que cada una de esas culturas guarda, en sus mitos más antiguos, relatos de algo anterior. De una edad de oro. De un mundo unificado. De un tiempo que nadie se atreve a fechar, porque no aparece en los libros de historia… pero vibra en lo profundo de nuestra memoria colectiva.
Ese mundo, olvidado por el relato oficial, fue Pangea. No como un bloque de tierra indiferente, resultado de simples fuerzas tectónicas, sino como un verdadero organismo vivo, un cuerpo continental cubierto por redes de canales de agua dulce que recorrían sus entrañas como venas, y en cuyo centro dormía un mar salado, vasto y circular, como un corazón latente. Este mar no solo nutría y conectaba regiones; era sagrado. Era llamado el Mar del Límite, el Ojo del Mundo, el Cordón de la Gran Serpiente. Y es que sus habitantes creían que una serpiente cósmica, invisible al ojo humano pero perceptible al alma despierta, sostenía el borde del mar y lo impedía de desbordarse hacia el abismo que separaba el mundo conocido del caos exterior. Esta creencia no era superstición, era cosmología, una ciencia espiritual perdida que regía la arquitectura, la agricultura, el calendario y las relaciones humanas.
Pangea fue más que tierra unida: fue un imperio vivo, una simbiosis entre humanidad y planeta. No existían fronteras; existían zonas energéticas. No había ciudades disonantes: cada asentamiento seguía patrones matemáticos sagrados, conectados por canales de agua dulce que alimentaban cultivos híbridos y jardines de biodiversidad controlada. Sus puertos daban al mar interior, rico en peces y minerales. Todo estaba equilibrado. Todo tenía su frecuencia. Incluso el sonido, las palabras, eran usadas con precisión vibratoria para activar o calmar elementos del entorno. La voz humana era una herramienta sagrada, capaz de transformar.
Esta civilización, de la que sólo nos quedan sombras, dominaba energías que hoy apenas estamos redescubriendo: el electromagnetismo terrestre, la resonancia de las piedras, la manipulación de la genética de plantas y animales, y el uso de minerales no como mercancía, sino como catalizadores energéticos. Los obeliscos no eran monumentos, eran antenas. Las cúpulas no eran tumbas, eran resonadores acústicos. Cada montaña era observada, cada estrella registrada. No había separación entre ciencia, arte y espiritualidad. Todo respondía a un mismo lenguaje sagrado.
Pero el equilibrio no dura cuando el ego despierta.
A medida que el conocimiento crecía, también lo hacía el deseo de poseerlo. Un grupo de élite surgió. Científicos-sacerdotes, llamados por algunos "Los Guardianes del Núcleo", comenzaron a monopolizar la información. Se instalaron en los puntos energéticos más potentes de Pangea, levantando estructuras megalíticas capaces de alterar el campo vibratorio del planeta. Decían actuar en nombre del orden… pero sembraban miedo. El conocimiento, antes abierto, comenzó a restringirse. Los canales ya no eran vías de vida, sino rutas de control. Los mares fueron explotados. Las cosechas manipuladas. Y entonces estalló la discordia.
Lo que siguió fue una guerra que no tiene nombre, porque ningún sobreviviente se atrevió a escribirla. Fue un conflicto silencioso al inicio, pero brutal en su apogeo. No fueron bombas nucleares como las nuestras. Fueron dispositivos de resonancia planetaria. Armas que alteraban el campo magnético terrestre, capaces de fracturar el suelo, desatar terremotos, invertir polos y provocar erupciones volcánicas simultáneas. El mar interior, la fuente, fue envenenado. Las rutas colapsaron. La gran serpiente se retiró. El mundo comenzó a abrirse, a crujir, a dividirse. En pocos ciclos, Pangea ya no era un solo continente. Se partió, como se parte un corazón.
Las placas tectónicas que hoy explicamos como procesos naturales, fueron –según esta visión– consecuencias de una guerra vibratoria que hizo temblar los cimientos del planeta. Las montañas que ahora veneramos como maravillas naturales, serían cicatrices geológicas de una batalla espiritual que la humanidad perdió contra su propia arrogancia.
La civilización desapareció. No hubo rastro claro, solo restos incomprensibles. El conocimiento fue sellado en códices ininteligibles como el Manuscrito Voynich, y los sobrevivientes se dispersaron. Algunos, los que habían previsto el final, se aislaron. Se ocultaron en selvas, en islas, en cuevas. Se hicieron uno con la naturaleza para no ser vistos, esperando que el ciclo se repita y su rol como guardianes de memoria vuelva a ser necesario. Hoy los llamamos pigmeos, sentineleses, aborígenes. Decimos que son primitivos. Pero quizás son los únicos que aún recuerdan.
Los mitos de todas las culturas hablan de una edad anterior, de un diluvio, de un castigo divino. Pero no fue castigo: fue autodestrucción. No fue castigo de dioses: fue advertencia ignorada.
Y así, lo que quedó fue silencio. Un silencio profundo, enterrado bajo siglos de olvido. Pero ese silencio empieza a romperse. Hoy, con los océanos subiendo, los volcanes rugiendo, y la humanidad jugando otra vez con energías que no comprende, la historia vuelve a asomarse. Porque no se puede enterrar para siempre la verdad. Porque los fragmentos de Pangea siguen ahí, latiendo, esperando ser reconocidos. Porque el olvido del Primer Mundo no es el fin… es el prólogo de nuestra segunda oportunidad.
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