Capítulo 3: “El Umbral del Nombre”
El eco de los cánticos aún retumbaba en su pecho cuando Conti despertó. No sabía cuánto tiempo había pasado. La cámara estaba vacía. El altar, la máscara, los ancianos... todo había desaparecido, como si el ritual jamás hubiese ocurrido. Solo quedaba él, y la piedra.
La Lapis Exilis, aún suspendida en el aire, palpitaba con una luz oscura, más intensa ahora. Respiraba. Se expandía y contraía como un órgano vivo, como si su conciencia estuviera despierta... y hambrienta.
Conti intentó ponerse de pie, pero un mareo lo obligó a caer de nuevo sobre sus rodillas. Su mano aún sangraba, y la herida dibujaba un símbolo en el suelo. No era una casualidad. La sangre formaba el antiguo carácter hebreo “Shem”: nombre.
En ese instante, comprendió algo: la piedra quería nombrarlo. Y al hacerlo, lo reclamaría.
Los muros vibraron. Una bruma espesa y negra comenzó a deslizarse desde las grietas del suelo. No olía a humo ni a humedad. Era algo más antiguo… como tierra profanada y cuerpos sellados. La niebla cubrió sus pies, luego sus piernas, hasta llegar a su cintura.
—Shem... Shem... —repitieron las voces, cada una más distante que la anterior, como si brotaran de siglos distintos.
Entonces la oscuridad lo envolvió. Pero no estaba solo.
Una figura emergió de la bruma: no caminaba, flotaba apenas a unos centímetros del suelo. Era alta, delgada, cubierta con un velo desgarrado que dejaba ver una silueta andrógina. De sus dedos colgaban cadenas rotas, y en su pecho brillaba la misma piedra negra, incrustada como un parásito que palpitaba junto a su corazón.
Sus ojos no eran humanos. No tenían iris, ni pupilas. Eran dos fragmentos de obsidiana que lo miraban sin pestañear.
—Tú viste más allá del velo... —dijo la figura, con una voz que parecía hecha de susurros y llanto contenido—. Pero ver no basta... ahora debes recordar.
La figura alzó la mano, y el entorno se desvaneció.
Conti sintió cómo su conciencia era arrastrada hacia atrás, violentamente. Se vio a sí mismo, más joven, caminando entre los pasillos del seminario. Recordó el día en que leyó por primera vez sobre la Lapis Níger en los márgenes de un grimorio olvidado. Recordó el sueño recurrente que tuvo durante años: un trono tallado en piedra, cubierto de huesos.
Pero también vio cosas que nunca había vivido. O al menos, eso pensaba.
Rituales bajo el Coliseo. Sacerdotes cubiertos con máscaras de animales. Un anciano de rostro idéntico al Papa Gregorio XVII, pero en otra época, sacrificando a un niño ante una piedra incandescente. Una mujer de ojos negros pronunciando su nombre en un dialecto ya extinto.
Volvió en sí de golpe. Estaba tendido ahora frente a un umbral tallado en basalto puro. Encima del arco, tres palabras en latín:
“Nomina. Initia. Damnatio.”
(Nombres. Inicios. Condena.)
El umbral era el siguiente paso. No era solo una puerta, era una prueba.
Al cruzarla, debía dejar atrás su nombre. Dejar de ser Conti.
La figura volvió a hablar:
—¿Qué eres si no tienes nombre?
No supo responder.
Entonces la piedra emitió un rugido sordo. Un latido grave que hizo temblar los cimientos de aquel lugar.
Detrás de la figura, surgieron los ancianos cardenales. Pero algo en ellos había cambiado. Sus rostros eran máscaras vacías, deformadas por la piedra. Sus manos estaban fusionadas con relicarios, cálices, cuchillos y cruces.
Ya no eran hombres. Eran custodios de algo que no podía nacer ni morir.
—El que cruza debe ser elegido... pero también debe aceptar. —dijeron al unísono.
Uno de ellos colocó una túnica negra sobre los hombros de Conti. El tejido ardía. No por fuego, sino por símbolos invisibles que se incrustaban en su piel. Era como si cada hilo cargara un fragmento del conocimiento prohibido.
Conti dio un paso hacia el umbral. La piedra lo observaba. El velo de la figura se agitó. Las voces se elevaron.
Y justo antes de cruzar, escuchó su verdadero nombre por primera vez. No su nombre humano. No el bautismal.
Sino el nombre que le fue dado por la Piedra.
La revelación fue insoportable.
Un grito escapó de su garganta, pero no sonó como su voz. Fue un sonido que no debía existir.
Las sombras lo devoraron.
Y el capítulo se cerró con una frase inscrita sobre el umbral:
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